Una pálida mañana, una taza de café. Tensa calma después de una tormentosa noche, el ambiente cual calma superficie liquida yace tenso dispuesto a quebrarse en cualquier momento, la tempestad siempre presta a volver. Delicado equilibrio. Sin embargo, contra toda lógica, no me siento en peligro, no me veo en cuerda floja, estoy calmo y distendido, tranquilo, como música suave, disfrutando esta frágil paz que viene después de la batalla, dispuesto a volver a pelear si es necesario tan solo por la recompensa que me ofrece esta falsa tregua, por esta efímera paz, por este vacío en el tiempo de matar. Cada noche libro una batalla, en ocasiones son cortas escaramuzas, pequeños tropiezos. Otras son largas e intensas contiendas que me llevan a desesperar y me empeño en nadar contra corriente hasta que finalmente mis extenuados músculos ceden al asedio inclemente de las turbias aguas y me ahogo, me hundo, pierdo para luego caer en cuenta de que solo remaba en el aire inútilmente. Más no existe peor, ni más sangrienta y cruel reyerta que la que viene en intermitentes y silenciosas dosis, aquella que se camufla bajo pensamientos de que ya lo peor pasó, aquella que me hace pensar en la victoria y que luego me apuñala por la espalda exigiendo la revancha, esa batalla que puede durar días, que pide más y más de mí, que nunca cesará hasta que haga y deje de pensar.