domingo

El presente.

"Una mañana despertó, y antes que nada, sonrió.
Lo había soltado todo, había quitado las amarras que tantos años le había costado formar. De repente, dejó todo a la gravedad, y todo se alejó de ella. Quedó desnuda, quedó huérfana, quedó libre.
Ana María, nunca había estado más sola, y nunca más feliz."

Juan escribía la historia de Ana María. Quería significar que no necesitamos más que aquello con lo que nacemos. Pero esa consciencia pura, conectada, primitiva, la perdemos en el proceso de crecer. La perdemos mientras vamos creando apegos a juguetes, ropa, gadgets, personas, momentos. 

Y de repente, habiendo llegado a este mundo como un ser completo, años después nos encontramos fraccionados, repartidos en anhelos, en apegos, en anticipaciones y en necesidades que no son tal.  Entonces aquello que debería sumar: las sonrisas, los abrazos, los besos, las palabras, comienza a restar, por nuestras ganas de retener.

"El beso apenas comienza. Ese beso comienza en la primera mirada que atrae a las bocas, la mirada definitiva que inaugura la carrera convergente de las bocas al encuentro. Ese beso se extiende como mermelada sobre pan, con cada centímetro ganado por la proximidad de las bocas, por cada aliento mutuo que las narices respiran. El beso se saborea desde la anticipación. Y los labios se encuentran. Cada uno de sus terminales nerviosos va recibiendo la suavidad de la piel. Registra los movimientos, siente el calor. Se van acumulando las huellas de un beso nunca antes dado. Los labios se entreabren y dejan salir el deseo en forma de aliento. Llega la segunda avanzada con la lengua a la vanguardia, nos sumimos en otro mundo nuevo, el más primitivo, la lengua nos regala la humedad de la vida. La piel se eriza, y las manos aprietan la cintura. Eran dos que inauguraron un beso, uno que no se dio nunca antes, y que ya nunca se volverá a dar."

Juan escribía sobre el beso que había dado. Y ahora, unas ocho horas después lo saboreaba mejor que en el momento en que lo dio. Se daba cuenta que, mientras los ojos se miraban, que mientras las caras se acercaban, mientras los labios se tocaban, y mientras las lenguas se enredaban, él sólo pensaba en el próximo paso, y no saboreaba la inmensidad del presente. Pues buscaba retener.

Había diseñado estrategias para que sus cuerpos no se alejaran. Pero se alejaron, como tenía que pasar. Ahora, ocho horas después, entendía que por intentar retener, había dejado ir el momento. Hoy, ocho horas después entendía, que de haber vivido, ese beso aún estaría en tránsito.

Y pensó en Ana María, que no existía, o si. En Ana María, que había abandonado toda pretensión de poseer, y ahora echada en su cama, hipotética cama, o no, lo tenía todo.

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