martes

Un ligero olor a pino.

Corría. Era consciente de su existencia fragmentada. El esfuerzo que hacía al correr estiraba los segundos de manera infinita, en un segundo pasaba una eternidad escuchando su respiración, en otro segundo que corría paralelo al primero sentía un ligero dolor en la rodilla izquierda que duraba siglos. Solo cuando se enfocaba en pensar, los segundos se acallaban, él sabía que seguían ahí, sin pasar, extendiéndose, pero era en esos momentos en los que revisaba su vida que los segundos guardaban silencio.
En un recodo del camino mientras en sus audífonos sonaba un solo de piano, se perdió.
Poco a poco sus pies comenzaron a rozar la superficie de asfalto, elevándose, hasta ya no tocarla. Levitaba en un espacio ingrávido y al mismo tiempo la constante omnipresencia de los segundos lo llevaba a sentir el dolor en la rodilla, la respiración entrecortada, el recodo interminable del camino y el solo de piano que se había convertido en una nota eterna, una tecla pulsada para siempre.
Mientras levitaba se había ido al camino de su infancia, una calle fría en una mañana clara con el asfalto húmedo de rocío y unas pocas hojas rompiendo el vacío de manera perfecta, bailando en el aire una danza que, de haber estado corriendo, habría sido eterna. Su evocación le traía una larga tristeza, se encontraba perdido en los caminos de su memoria y al mismo tiempo, mientras corría en el ahora, una parte de él intentaba analizar qué le había traído tal ensoñación. El olor a grama, la humedad en el viento que le golpeaba la cara, o tal vez fuese el dolor en la rodilla, pues siempre le había parecido un tanto doloroso recordar. Recordar era estar consciente del suicidio del tiempo, de que fuimos y ya no somos lo que fuimos. Que se va desvaneciendo todo lo que en algún momento se pudo tocar, oler, probar, amar, y que comienza a habitar en ese espacio ingrávido en el que ahora estaba, un lugar opaco, como si se mirase a través de un vidrio empañado, un lugar sordo, con un ambiente cuyo sonido llegaba como el que llega a través de una puerta o una pared.
Sabía que esa calle de su infancia, en la que ahora estaba, no era verdadera. Era su calle. El cielo se había vuelto más oscuro y el lugar estaba solo, más de lo que probablemente habría estado en el instante en que su mente infantil captó el momento. Sabía que de pequeño era poco probable que deambulara por la calle sin la mano de su abuela, y de haber querido habría podido recrear la piel blanda, las venas abultadas y los huesos sobresalientes, la fría suavidad de la piel vieja, su tacto confiable. Pero no, era fatalista, y aunque no lo aceptaba le gustaba tenerse un poco de lástima, verse sólo en una calle húmeda, como si viviera en un país templado y no en el alegre trópico. Le gustaba pensar que de niño todo su pequeño cuerpo había afinado los sentidos y una mañana cualquiera había enfocado la mirada en las hojas danzantes, el oído en los sonidos sordos del ambiente, la piel se había erizado para sentir las gotitas de humedad y su mano había desaparecido para borrar el amoroso tacto de la mano de su abuela, y así regalarse un recuerdo triste que abriría 26 años más tarde.

Una ramita crujió bajo su pie y se percató del eterno recodo que andaba transitando, el dolor en la rodilla, la respiración entrecortada, la nota de piano interminable. Una vez más sintió sus pies despegarse del suelo, levitó. Se vio en la calle matutina, pero ahora un ligero olor a pino recorrió su memoria.

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