A Karolina
Una vez leí una historia de un pescador muy viejo, acostumbrado a pelear su pesca y a obtener de ella peces muy grandes y gordos, buenos para comer, solamente para eso. El Pescador pescaba en alta mar entre sol y tempestad; un día, tras una gran tormenta este perdió su rumbo y encalló con su bote en un banco de arena próximo a un arrecife, solo, con poca agua para beber y unas cuantas carnadas para su pesca de alta mar.
Al cabo de unas horas, viendo sus pocas probabilidades de salir del naufragio se dispuso a pescar pues el hambre lo atacaba, colocó un gran señuelo en su anzuelo y lo arrojó al mar, esperó y esperó pero nada, al sacar el anzuelo descubrió que la carne había desaparecido y el metal yacía sólo, no podía entender ese extraño suceso, él, un pescador de muchos mares, no había logrado pescar para sobrevivir. Él, un hombre acostumbrado a la acción entre las olas tuvo que hacer un esfuerzo y observar pacientemente, arrojó otra carnada al agua cristalina pero al cabo de unos minutos nada había pasado, agotado cayó dormido a la hora del ocaso.
Ya con la luna muy alta sobre su cabeza y su diáfana luz bañando el refulgente y manso mar el hombre despertó y en la ensoñación del que recién despierta recordó la canción que siendo un crío en cuna le cantaba su madre, una canción antiquísima, más una melodía del tiempo, sonidos y compases, que una canción con letra, y, a pesar de no tener palabras, sus sonidos y tonos hablaban claramente de las primeras olas del tiempo y de los primeros hombres que entre ellas se perdieron. Entonces el hombre solitario entonó desde su garganta el canto con la mirada perdida entre las aguas, ausente. Al instante, mientras cantaba divisó entre las aguas un destello plateado, era un pequeño pez, el pez más hermoso que haya visto jamás, tenía en sus escamas el color de la luna y en sus aletas el color del alba, sus oscuros ojos tenían la profundidad mil mares y la aleta de su cola era larga y bailaba graciosamente entre las aguas con un color verde esmeralda que iba degradando hacia un verde oscuro, tan oscuro como sus diminutos ojos. El Pescador inmediatamente sintió una punzada en el abdomen, no era hambre, era la irrefutable certeza de que estaba viendo lo más hermoso que en su vida había visto y que como todas las cosas hermosas, esa visión que le revelaba en una imagen todos los atardeceres del mar, desde que fuera un niño y jugara en las tranquilas playas de su puerto natal, esa visión que le mostraba todas las estrellas que le coronaron en las noches claras cuando salía solo a la mar en comunión con los vientos y las nubes, esa visión que ahorita le estaba pasmando los pulmones de tanto contener el aire como para que no pasara el momento, si no hacía algo, inevitablemente acabaría, se perdería en los vericuetos del tiempo y quedaría como el recuerdo más hermoso de su vida, pero nada más que eso, un recuerdo.
Todo pescador respira tranquilo cuando entre sus manos, sin latido o agite, el pez yace muerto, es el fin de la pesca, su razón de ser y sin duda alguna el Pescador quería tener al precioso pez, pero no le quería quitar la vida, lo quería con él, por un instante, quiso ser otro pez y bailar eternamente entre las aguas y corales con el pez de plata que ahora le mordisqueaba el anzuelo. Finalmente salió de su ensoñación y su lógica de zorro de mar le dijo que tendría que hacer más que lanzar un simple anzuelo oxidado y roído con un trozo de carne magra y ordinaria para tener a la criatura que ahora se había, súbitamente, convertido en su razón de vida. Sin dejar de cantar tomó el arete de oro de su oreja izquierda, ese arete que a todos los hombres de su aldea le otorgaban tras su primera noche en alta mar, una de sus posesiones más preciadas, por tres días y tres noches pacientemente, tan solo con sus manos y el inseparable cuchillo corto que acompaña a todo pescador, le dio forma al anzuelo y en cada una de esas noches, mientras cantaba sin cesar y figuraba el áureo anzuelo, también dejaba caer pequeños trozos de carnada al mar para poder ver al precioso pez mordisquear el alimento, ajeno al mundo, desprendido, como flotando entre galaxias, como formando el brillo de las estrellas que mañana guiarían a otros marineros. El Pescador yacía famélico, en tres días de su orfebre labor no había comido más que pequeñísimas porciones de la pestilente carne del anzuelo y diminutos sorbos de agua para poder durar, porque era durar y no sobrevivir lo que él quería, sólo quería durar hasta el momento en que pudiera tener al pez, ya no recordaba su casa, sus hijos, ya no recordaba el pan caliente, único alimento que mantiene a los marineros con los pies en la tierra y no sobre la mar, no recordaba ni siquiera la brava mar, sus olas desafiantes, ahora sólo existía para él el tranquilo arrecife, la luna que le permitía ver por la noche, la canción y el diminuto pez, toda su existencia en él. Finalmente encontró ante sus ojos un precioso anzuelo de oro, minúsculo, finísimo, era el anzuelo que habrían de usar los querubines si en vez de hijos de afrodita, hubiesen sido hijos de Poseidón.
Aún cantando la canción, entonando la melodía suavemente con su garganta, el hombre comprendió lo que entonces tenía que hacer, sacó la lengua, la tomó con su siniestra y con el cuchillo en la diestra arrebató de su vida la posibilidad de hablar, pero eso poco importaba, no había historia que contar y el pescador habla sin palabras con el mar. Con su garganta aún latiendo en la mística canción, de un tajo firme y certero obtuvo la carnada que le daría al pez de plata.
Colocó la carne muerta en el anzuelo, de sus labios brotaba la sangre y corría por su pecho, pero el Pescador era ya ajeno al dolor de la carne, había conocido el dolor de no estar con su razón de vida y ese era un dolor más grande que cualquiera que la carne pueda conocer. Serenamente, mientras perdía sangre, el hombre retiró todo pellejo de la carne que otrora fuese su lengua, la limpió hasta dejar un pedazo tan rosado y puro que casi se le escurría por las manos. Fue entonces cuando más fuerte cantó, de su sanguinolenta garganta brotaron los sonidos más prístinos y hermosos entonados nunca por alguno, con el anzuelo de oro y la rosada carnada en mano aguardó cantando, perdiendo sangre, atento a las aguas, ajeno al cielo y a la luna que alumbraba. Al cabo de unos minutos, en sus pupilas se reflejaron las plateadas escamas del pez, suavemente dejó caer el anzuelo al agua, el pez lo rodeó, lo rozó con sus escamas, y sin más, desapareció.
El corazón del Pescador dejó de latir, su visión emblanqueció, sin fuerzas más con el sedal aun entre los dedos se dejó caer, abatido, le quedaban pocos segundos de existencia y habría de vivirlos sin vida. Estéril el cuerpo, tendido en el bote.
Quietud infinita.
De pronto, suavemente, el sedal templó su mano. Y la sutil fuerza del temple le devolvió el latido a su corazón. El Pescador se incorporó, ciego ya, en el umbral de la muerte, se dejó guiar por sus dedos, casi sin poder sentirlos, extenuado, haló con sus últimas fuerzas el anzuelo y al recogerlo sintió en sus manos, sin más, como a quien de pronto se le revela el cielo, la preciosa criatura, la apretó contra su cuerpo y sintió sus movimientos desesperados, ahogada por el aire. El animal fue perdiendo fuerzas. El hombre se encontraba paralizado, había anhelado tanto tenerle entre sus manos que ahora no podía soltarle, sin más fuerzas pudo sentir como sus rodillas se rindieron y cayó de bruces en el agua, mientras se hundía, entre sus manos se encontraba el pez, pegado a su pecho, sin vida. Bajo las aguas el pescador en el último esfuerzo de su existencia sacó del bolsillo su cuchillo de marinero, cortó el sedal y cantó, suavemente cantó, de su garganta el canto brotó junto a su sangre, el mar se tiñó de rojo y su canto se esparció por los océanos, fue entonces cuando toda la fuerza vital que había en él logró mover al diminuto ser.
El corazón del pescador volvió a latir, nadando agitó sus aletas de ocaso y se adentró en las aguas, podía ver de nuevo, pero ahora sus ojos eran más oscuros que todas las profundidades del mar.
Caracas, 19 de junio de 2011
2:23 pm