sábado

Z

Esa mañana desperté y sentía el corazón salirse de mi ser. Sudaba copiosamente y me había movido tanto durante el sueño que la sabana estaba salida de las esquinas del colchón.

Había soñado que flotaba en un mar de masa blanca, una capa solida que contenía un líquido el cual bailaba en un maremoto infernal bajo mi cuerpo, más no me tragaba, no me mojaba.

Sobre mi cabeza el cielo era de un gris plomo cerrado, un cielo encapotado que amenazaba con estallar sobre mi. En mi desesperación traté en vano de levantarme sobre la amorfa superficie que me sostenía pero cada vez que lo intentaba caía y me sentía infinitamente mas cansado, sentía mis manos pesadas como la roca, mis movimientos pastosos y la mente embotada con la eminente preocupación de que las nubes sobre mi, en vez de agua, escupieran la misma masa blanca de la que estaba hecho mi telúrico mar, enterrándome. Me sentí asfixiado, con la mirada nublada. Sabía que luchar era inútil, pero no podía dejar de hacerlo.
¿Acaso merecía yo morir enterrado en ese mar de plastilina incolora?

Detuve mi lucha contra el océano gigante y este por un momento cesó su movimiento. Con la cara hacia las nubes entorné la mirada y pude distinguir que las nubes que me cubrían estaban formadas por millares de letras, todas color gris. En ellas se podían distinguir caracteres y símbolos de todos los alfabetos conocidos y otros que superaban mi conocimiento. Todas las letras se encontraban aglomeradas sobre mi, con sus ángulos y curvas prestos a precipitarse y acabar con mi existencia.
En mi alfabético cielo estalló un relámpago y con el sucesivo trueno, las letras temblaron amenazadoramente. Los relámpagos y truenos se hicieron mas continuos cuanto mas calmo el mar bajo mi cuerpo.
Finalmente, la letra más peligrosa de cuantas hay en nuestro abecedario se desprendió de sus pares. La Z (zeta) forma dos flechas divergentes. Dos flechas prestas a caer sobre la tensa superficie de mi mar de masa blanca y pincharlo, mandando todo a la mierda.
La letra cayó. El mar explotó y la sustancia blanca que gracias a mi inmovilidad había permanecido en calma, revivió con endemoniada fuerza, por el agujero que formó la desgraciada Z brotaban frases de un pasado que olvidé y que ahora retornaba vagamente a mi memoria. Del cielo se desprendieron todos los alfabetos del mundo, reproduciendo, al chocar contra el mar, su carácter fonético. La tormenta de sonidos me arrastró a su vorágine y yo, confundido entre las Oes, Aes y Eres caí al vació para despertar escupiendo terror sobre mi cama blanca.

Aún temblando, entumecido y sudoroso caminé a la maquina de escribir. Solo pudo extinguir mi miedo la letra que mecanografié en el centro de la hoja que estaba colocada en la máquina. Z.


A. Bolaños C.

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