Acostados, uno junto al otro, la única luz que iluminaba la estancia era la de su móvil. Desde que la conocía ella solía jugar ese juego, una especie de Candy Crush, que según le había dicho "no tenía final", así que eran niveles y niveles con las millones de combinaciones que podían hacerse de un universo de vaquitas, solecitos, gotitas y demás fantasías campestres. Él no podía ver la pantalla del móvil, tan sólo podía verla a ella, y en realidad, con eso le bastaba. En su rostro se reflejaba una luz fría, azúl, interrumpida por destellos naranjas, sus ojos se movían con los estímulos de las luces, sin embargo su mirada lucía perdida, mirando más hacia adentro que a la pantalla, y mucho menos mirándolo a él.
Una inmovilidad absoluta se apoderaba de su cuerpo, se sentía condenado a mirarla sin poder hacer nada. Segundo a segundo. Segundos que parecían siglos. Quería decirle algo, abrazarla, besarla, pero una garra le cogía por el cuello impidiéndole moverse, obligándole a contemplarla nivel tras nivel, eternamente.
En la habitación sonaba "Autum in New York" y la voz de Ella Fitzgerald acariciaba la estancia. Unas horas antes, cuando manejaba de regreso a casa buscó en Spotify "Fitzgerald" y puso el playlist de Jazz que le sugirió la aplicación. Caracas estaba extrañamente melancólica -¿o sería él el melancólico?- salió de noche de la oficina y manejó bajo una lluvia incipiente que pintaba de colores las calles con las luces de freno y los faros de los carros como pinceles impresionistas de una ciudad decadente.
Al llegar a casa la encontró en la cama, callada, apenas le saludó. Él, luego de cambiarse apagó las luces, puso el mismo playlist de Jazz y se acostó a su lado. Quería abrazarla. Aferrarse a su piel para decirle kinestésicamente cuánto la amaba, quería que su piel hablara, en lugar de su boca. Sin embargo ahí estaba incapaz de mover un dedo en su dirección, viéndola mientras la garra le apretaba la garganta.
Temprano, ese mismo día habían discutido. Cayendo en una especie de espiral descendente al punto que lo que comenzó como un simple malentendido, se volvió una incómoda situación. A veces las palabras entorpecían todo, enlodaban lo que se pretendía decir y uno terminaba en una arena movediza, hundido hasta el cuello, cerca pero muy lejos.
¿Cuánto tiempo había pasado mirándole? Ella ni por un segundo había despegado su mirada del móvil, y él sentía su tristeza vestida de indiferencia. Sentía que siempre le tocaba a él romper ese hielo, pedir disculpas, mediar de alguna manera, y estaba cansado. No recordaba la última vez que ella hubiese tomado la iniciativa de comenzar el fin de la discusión. Siempre era él, maquinando qué decir, como decirlo, para que no se prestara a dobles interpretaciones. Las palabras precisas para pedir disculpas, dejar claro su punto y además hacerle entender que la amaba con el alma. Palabras que no enlodaran las cosas, palabras que los salvaran, pero estaba cansado. Sentía que el hielo que debía romper siempre era el mismo, pero que su pica era más débil, y que esta vez no lo lograría. Armstrong rasgaba el ambiente.
"Autumn in New York
Is often mingled with painDreamers with empty hands
May sigh for exotic lands"
¿Cuántos niveles llevaría de aquel juego? Tanto amor y tanta incapacidad para comunicarlo. No se movió, no la besó. Ella no le miró. "Que tonto juego" pensó.