jueves

Roberto y Laura.




Roberto caminaba a paso apurado por la calle, mirando al suelo con los puños apretados. Ahora se arrepentía de haberla golpeado. En el momento en que lo hizo tuvo que salir a la calle y empezar a caminar, de no haberse ido la habría matado.

Laura no era una mujer normal, así pensaba Roberto. Él la había visto por primera vez en un bar durante una noche de fiesta con los amigos de la oficina. Se tropezaron cuando cada quien salía del baño. Ella al tropezar con él esbozó una tímida sonrisa. Él sin pensarlo dos veces entabló una fugaz conversación sobre el calor que hacía en el sitio y a continuación casi sin pausa le pidió su número. Ella que hasta el momento no había pronunciado una palabra volvió a sonreír y se lo dio al oído. Esa noche Roberto mientras estaba de regresó a su casa pensó en que la invitaría a salir el jueves por la noche y si estaba de suerte terminaría teniendo sexo con ella.

A los ocho meses Roberto y Laura estaban viviendo juntos en un pequeño anexo tipo estudio que pagaban entre los dos. Ella resultó ser una estupenda corredora de seguros que empezaba a trabajar freelance, le gustaba el vino, las carnes rojas, los tacones altos y el perfume Chanel. Él adoraba verla llegar a casa, como diseñador web casi no tenía que salir del pequeño anexo para trabajar, solía levantarse unos veinte minutos después de Laura cuando ya el desayuno estaba servido, desayunar con ella, despedirla, darse un baño y ponerse a trabajar. Cuando por la noche ella llegaba a casa en su habitual traje taller de alta ejecutiva, pues a pesar de estar empezando el negocio Laura no escatimaba dinero para verse como toda una profesional, Roberto la ayudaba a desvestirse, le quitaba el saco, le sacaba los tacones y enseguida pasaba a darle masajes en los pies mientras sentados en la cama conversaban de su día. El ritual de acariciar sus pies aún algo calientes y sudados producto de un día de trabajo bajo el sol, en la calle, excitaba a Roberto, mientras masajeaba sus deditos arrastraba deliberadamente el pié hacia su pene y hacía presión con el. Laura solía reír pícaramente y mirarlo con la misma mirada que lo miró saliendo del baño en aquel bar. Luego Laura terminaba de quitarse la ropa y Roberto abría la ducha para darse un baño juntos, hacían el amor con morbo, ella lo mordía, lo rajuñaba y él decía cosas sucias, halaba sus cabellos, la trataba como a una puta y ella a él como a un cliente, sumisa, dispuesta a complacer. Luego de hacer el amor se iban a la cama como una pareja normal. Ella en pijamas y medias y él solo con un short, ella dormia rápidamente mientras Roberto veía tv hasta pasada la media noche.

Un día mientras cenaban en cama después del baño y de hacer el amor Laura comentó a Roberto que le gustaría irse de viaje las vacaciones próximas, pues en los ocho meses que tenían viviendo juntos no habían tomado un buen descanso, Roberto había tenido tres proyectos seguidos y Laura trabajaba fuertemente para hacerse un espacio en el mundo de los seguros. Roberto quería irse a los Roques, soñaba con champán, langostas y hacer el amor con Laura en la orilla de la playa, ambos empelotados y bañados por el sol tropical. Al terminar de exponer lo que él llamaba su "Sueño Caribe", Laura lo desinfló diciendo que era hora de ir a visitar a los padres de ella en Mérida. Roberto se sintió sumamente extraño, no por el hecho de no poder encontrar langostas en Mérida, ni por la imposibilidad de hacer el amor con Laura en el páramo andino. Lo que realmente extrañaba a Roberto y hasta en cierto punto le molestaba era que por alguna razón sentía que la relación se estaba poniendo seria.

Hasta ese momento Roberto había visto su relación con Laura como algo divertido, nuevo, emocionante, pero nunca serio. Es decir, el sexo era genial, ella le encantaba, amaba la forma en que se comprendían y aceptaban, de hecho nunca habían discutido. Él solía pensar en Laura como una cómplice con la cual podía dar rienda sueltas a todas sus fantasías sexuales y a la vez vivir cómodamente. De alguna manera siempre había creído que Laura era una aventura un poco extendida pero no su futura esposa. Roberto esa noche miró la tv sin ver ni entender nada, al apagarla permaneció en vela y con cierta taquicardia en el corazón, no pudo dormir hasta que comenzó a amanecer. Durante una semana Laura y Roberto no hicieron el amor. Ella lo había buscado y él a pesar de que quería simplemente no podía responderle. Cuando Laura lo confrontó y él solo pudo excusarse en el stress laboral. La verdad era que no lograba sacarse de la cabeza que casi contra todo pronostico y sin nada que lo salvara terminaría casándose con una mujer con la que solo le gustaba tener sexo y masajearle los pies.

El viernes por la noche Laura al llegar ni siquiera saludó a Roberto pues fue directo al baño y de ahí en pijamas a la cama y con un gruñido gutural sugirió que bajara volumen a la tv. Él había pasado todo el día pensando en su situación y fluctuando entre la rabia y las ganas de arreglar todo y hablar con ella. Justo en el momento del gruñido de Laura, Roberto se preguntaba a si mismo cómo se había dejado atrapar por una mujer que conoció en un bar. Cuando escuchó la demanda de Laura no pudo menos que responder con un chillído de dientes. Laura se volteó y mirandolo fijamente y con un tono de histerismo en la voz le repitió que por favor bajara el volumen. Roberto hizo caso omiso. Acto seguido Laura arrancó el control remoto de sus manos y apagó la tv para luego lanzar el control al suelo y arroparse. Roberto estalló. La tomó por el hombro eligiéndole una respuesta a tan histérica reacción, ella lo maldijo, Roberto se puso de pié. Tenía que irse pues terminaría arrepintiéndose de lo que podía decir o hacer. Comenzó a vestirse mientras Laura lo tildaba de perro. Evidentemente Laura creía que la falta de apetito sexual de Roberto se debía a una aventura y que había hecho de la pelea un pretexto para irse con otra. Justo antes de que él saliera por la puerta, Laura presa de la impotencia arrojó un vaso de vidrio a Roberto. Este se estalló contra su sien y le produjo una herida en la cabeza la cual ahora sangraba. Al tocar su propia sangre Roberto no se pudo contener, en un arrebato de furia fue hacia ella, la tomó por el hombro y descargó una cachetada sobre su lloroso rostro, al momento en que su mano hizo contacto con la cara de ella Roberto se arrepintió mil veces de lo hecho, con suma vergüenza corrió a la puerta y salió por ella, dejando a Laura llorando en la cama que tantas veces los había visto hacer el amor.

Ahora Roberto caminaba furiosamente por la calle, con los puños apretados, sentía rabia, no hacia ella, sino hacia él mismo por haberla golpeado. A casi dos cuadras de casa se detuvo y en una oscura esquina sin preámbulo alguno se tiró a llorar en el piso. Lloraba por haberla golpeado, porque se sentía miserable, se sentía un cobarde pues no era capaz de entablar una relación seria con una mujer amable y que lo amaba. Una mujer que veía la vida de frente, que en las mañanas salía a partirse el lomo, mientras él se quedaba en casa trabajando pero encarando todo a través del intermediario de la no presencia física. Era un retraído y un retardado, ahora lo veía claramente, debía cambiar, lo haría. Regresó a casa poniendo sus pensamientos en orden, caminó rápidamente, le pediría perdón a Laura por ser un idiota, le confesaría sus dudas y trataría de encarar la vida con ella a su lado.

Al llegar a casa Roberto se percató de la cama vacía y la luz del baño apagada y entendió que Laura se había ido. Caminó al baño, encendió la luz y se miró al espejo, tenía los ojos rojos y con ojeras, el cabello despeinado, la barba sin afeitar de varios días y un pegote de sangre coagulada en la sien. Abrió el grifo y enjuagó su cara tres veces, luego tomó una servilleta y secó el agua, lanzó la servilleta al cesto de basura errando su lanzamiento, recogió el papel y lo depositó en el cesto. Este cayó sobre la caja vacía de una prueba de embarazo.

Roberto y Laura se casarían un año más tarde. 
A. Bolaños C.

miércoles

Revelación


"La vida te habla. ¡Escúchala!"


Sin ánimo, casi muerto el joven Luis llegó y se tumbó en el sofá, acostado boca abajo, con la cabeza pegada al cojín y los ojos abiertos. Su lúgubre ropa de trabajo se mimetizaba con el pardo color del mueble y la moribunda luz que se filtraba por las pesadas cortinas. No sentía ni un ápice de hambre a pesar de no haber probado bocado en todo el día, igual no tenía que comer, el refrigerador estaba vacío desde que Ana se había ido. No se quitó los enlodados zapatos, ni el sucio pantalón empapado por los charcos de lluvia que poblaban las calles.

Miraba fijamente el florero que se encontraba en la mesa de la sala. Conteniendo flores muertas, cómo un ataúd contiene un cadáver, como la casa lo contenía a él. Un mosquito le picó el brazo en el punto donde su curtida camisa de mangas cortas limitaba con su piel, esto le produjo un picor exasperante y lo hizo moverse. Se sentó. Al instante el último rayo de sol del día chocó contra su cara encandilando su ojo izquierdo. Luis entrecerró la mirada y frotó su ojo, permaneció con este cerrado y el derecho abierto, aún mirando el florero una lágrima brotó de su ojo y resbaló por su mejilla.


Lentamente se levantó y caminó por la sala arrastrando los pies hasta llegar a la vitrina del comedor. Sobre el empolvado mueble permanecía cubierta por una película de polvo de varios meses una foto de Ana y él. En ella, Luis lucía sonrriente y Ana besaba su mejilla mientras contenía una evidente carcajada y con una mano tomaba la cámara.

El recuerdo golpeó a Luis con descarnada crueldad.

Durante su primer aniversario el tío de Ana les había prestado una casa en la playa. Habían partido bien temprano. Ana vestía un vestido blanco con estampado de flores color lila. Había sido tajante con la orden de pasar por el mercadito a comprar flores silvestres para adornar la casa, ella solía decirle a Luis que una casa sin flores era como un cielo sin estrellas. El pasatiempo favorito de Luis era observar las estrellas. Al llegar a la casa Ana abrió las ventanas de par en par, barrió la sala, colocó un mantel blanco en la mesa del balcón y sin perder tiempo procedió a descorchar una botella de vino tinto, llenó dos copas, ofreció una a Luis quien la tomó y esperó a que Ana catara el licor. Ella llevó la copa a su nariz mientras miraba fijamente a Luis con un dejo de picardía en los ojos, respiró profundo y cerró los ojos, al separar la copa de su cara abrió los ojos y una enorme sonrisa se dibujó en su rostro -Las flores- dijo y salió rápidamente al vehículo a buscar el ramo de flores silvestres.

Esa noche mientras yacían en la cama desnudos después de hacer el amor, acostados uno al lado del otro haciendo contacto con sus pies, Ana confesó a Luis que luego de catar el vino, mientras lo veía a los ojos una sensación enorme de felicidad se había hecho presa de ella pues el momento simplemente había sido perfecto y se había conmovido tanto que tuvo que ir a llorar al vehículo. Luis encantado mientras escuchaba su historia dijo -Sin duda siempre seremos felices. Nos tenemos el uno al otro- Ana lo miró -No entiendes nada Luis. Nada.- Dijo mientras acariciaba su cabello. Luego de estas palabras ambos se quedaron dormidos. Ana moriría dos años después.


Al recordar dicha escena Luis se desplomó sobre el suelo llorando como un niño. La soledad que lo atormentaba desde la partida de Ana, todas las noches durmiendo en el lugar de ella en el colchón esperando poder sentirla de nuevo. Las semanas de monótono trabajo y los fines de semana esquivando a los amigos, a la familia, para no salir, para quedarse con su dolor. Para sufrir, sufrir y sufrir ahora caían sobre él como cien toneladas de cruda realidad.


El tiempo pasó mientras Luis lloraba y drenaba el manantial de amargura que se había depósitado en él durante todos esos meses. Al cabo de lo que podían haber sido minutos u horas, Luis abrió sus ojos. En ese momento el ojo izquierdo, que había sido golpeado antes por la luz del sol, divisó una pisca de color en la grisácea estancia. En el florero, entre las flores muertas, se encontraba pendiendo casi a punto de caer, un único pétalo vivo. Este conservaba su color lila intenso y una textura tersa y brillante. Para Luis tan solo por un minuto la escena fue perfecta, luego el pétalo cayó y la magia se desvaneció.


Luis sonreía, había dejado de llorar y poco a poco fue cayendo en una histérica carcajada. En su cabeza resonaban las palabras de Ana -"No entiendes nada Luis. Nada"- ¡Todo! Todo cobraba sentido para Luis ahora, ese empeño de Ana de mirarlo fijamente, de reír sin razón, de comprar flores que al morir reemplazaba sin remordimiento. Ana que hasta en su lecho de muerte sonrió y le dijo -Gracias- justo antes de morir. Ella su amante y su compañera se erigía ahora como su maestra de vida.

Ahora Luis comprendía que la espiral decadente en la que se había sumergido los últimos meses tenía un único sentido: Ese momento. El pétalo colgando perfecto del tallo, a punto de caer. Lo perfecto del momento era sobre todo su carácter pasajero y temporal. Así como eran perfectos los sencillos y pequeños momentos en los que Ana lo besaba, lo veía. Los cortos momentos en los que se quedaba despierto viéndola dormir después de hacer el amor. Luis había pasado la vida esperando el momento de ser feliz, cuando la felicidad eran aquellos pequeños momentos.


El instante con la copa de vino en el cual Ana había entendido eso le revelaba ahora a Luis una verdad elemental.


Luis se levantó, abrió las ventanas de par en par, cambió su ropa y con una sonrisa en el rostro salió a comprar comida. Moría de hambre.


A. Bolaños C.

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