miércoles

Revelación


"La vida te habla. ¡Escúchala!"


Sin ánimo, casi muerto el joven Luis llegó y se tumbó en el sofá, acostado boca abajo, con la cabeza pegada al cojín y los ojos abiertos. Su lúgubre ropa de trabajo se mimetizaba con el pardo color del mueble y la moribunda luz que se filtraba por las pesadas cortinas. No sentía ni un ápice de hambre a pesar de no haber probado bocado en todo el día, igual no tenía que comer, el refrigerador estaba vacío desde que Ana se había ido. No se quitó los enlodados zapatos, ni el sucio pantalón empapado por los charcos de lluvia que poblaban las calles.

Miraba fijamente el florero que se encontraba en la mesa de la sala. Conteniendo flores muertas, cómo un ataúd contiene un cadáver, como la casa lo contenía a él. Un mosquito le picó el brazo en el punto donde su curtida camisa de mangas cortas limitaba con su piel, esto le produjo un picor exasperante y lo hizo moverse. Se sentó. Al instante el último rayo de sol del día chocó contra su cara encandilando su ojo izquierdo. Luis entrecerró la mirada y frotó su ojo, permaneció con este cerrado y el derecho abierto, aún mirando el florero una lágrima brotó de su ojo y resbaló por su mejilla.


Lentamente se levantó y caminó por la sala arrastrando los pies hasta llegar a la vitrina del comedor. Sobre el empolvado mueble permanecía cubierta por una película de polvo de varios meses una foto de Ana y él. En ella, Luis lucía sonrriente y Ana besaba su mejilla mientras contenía una evidente carcajada y con una mano tomaba la cámara.

El recuerdo golpeó a Luis con descarnada crueldad.

Durante su primer aniversario el tío de Ana les había prestado una casa en la playa. Habían partido bien temprano. Ana vestía un vestido blanco con estampado de flores color lila. Había sido tajante con la orden de pasar por el mercadito a comprar flores silvestres para adornar la casa, ella solía decirle a Luis que una casa sin flores era como un cielo sin estrellas. El pasatiempo favorito de Luis era observar las estrellas. Al llegar a la casa Ana abrió las ventanas de par en par, barrió la sala, colocó un mantel blanco en la mesa del balcón y sin perder tiempo procedió a descorchar una botella de vino tinto, llenó dos copas, ofreció una a Luis quien la tomó y esperó a que Ana catara el licor. Ella llevó la copa a su nariz mientras miraba fijamente a Luis con un dejo de picardía en los ojos, respiró profundo y cerró los ojos, al separar la copa de su cara abrió los ojos y una enorme sonrisa se dibujó en su rostro -Las flores- dijo y salió rápidamente al vehículo a buscar el ramo de flores silvestres.

Esa noche mientras yacían en la cama desnudos después de hacer el amor, acostados uno al lado del otro haciendo contacto con sus pies, Ana confesó a Luis que luego de catar el vino, mientras lo veía a los ojos una sensación enorme de felicidad se había hecho presa de ella pues el momento simplemente había sido perfecto y se había conmovido tanto que tuvo que ir a llorar al vehículo. Luis encantado mientras escuchaba su historia dijo -Sin duda siempre seremos felices. Nos tenemos el uno al otro- Ana lo miró -No entiendes nada Luis. Nada.- Dijo mientras acariciaba su cabello. Luego de estas palabras ambos se quedaron dormidos. Ana moriría dos años después.


Al recordar dicha escena Luis se desplomó sobre el suelo llorando como un niño. La soledad que lo atormentaba desde la partida de Ana, todas las noches durmiendo en el lugar de ella en el colchón esperando poder sentirla de nuevo. Las semanas de monótono trabajo y los fines de semana esquivando a los amigos, a la familia, para no salir, para quedarse con su dolor. Para sufrir, sufrir y sufrir ahora caían sobre él como cien toneladas de cruda realidad.


El tiempo pasó mientras Luis lloraba y drenaba el manantial de amargura que se había depósitado en él durante todos esos meses. Al cabo de lo que podían haber sido minutos u horas, Luis abrió sus ojos. En ese momento el ojo izquierdo, que había sido golpeado antes por la luz del sol, divisó una pisca de color en la grisácea estancia. En el florero, entre las flores muertas, se encontraba pendiendo casi a punto de caer, un único pétalo vivo. Este conservaba su color lila intenso y una textura tersa y brillante. Para Luis tan solo por un minuto la escena fue perfecta, luego el pétalo cayó y la magia se desvaneció.


Luis sonreía, había dejado de llorar y poco a poco fue cayendo en una histérica carcajada. En su cabeza resonaban las palabras de Ana -"No entiendes nada Luis. Nada"- ¡Todo! Todo cobraba sentido para Luis ahora, ese empeño de Ana de mirarlo fijamente, de reír sin razón, de comprar flores que al morir reemplazaba sin remordimiento. Ana que hasta en su lecho de muerte sonrió y le dijo -Gracias- justo antes de morir. Ella su amante y su compañera se erigía ahora como su maestra de vida.

Ahora Luis comprendía que la espiral decadente en la que se había sumergido los últimos meses tenía un único sentido: Ese momento. El pétalo colgando perfecto del tallo, a punto de caer. Lo perfecto del momento era sobre todo su carácter pasajero y temporal. Así como eran perfectos los sencillos y pequeños momentos en los que Ana lo besaba, lo veía. Los cortos momentos en los que se quedaba despierto viéndola dormir después de hacer el amor. Luis había pasado la vida esperando el momento de ser feliz, cuando la felicidad eran aquellos pequeños momentos.


El instante con la copa de vino en el cual Ana había entendido eso le revelaba ahora a Luis una verdad elemental.


Luis se levantó, abrió las ventanas de par en par, cambió su ropa y con una sonrisa en el rostro salió a comprar comida. Moría de hambre.


A. Bolaños C.

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