martes

La miel caía lentamente...


¿Es este un nuevo día o es acaso una extensión del ayer?


Últimamente me he dado cuenta de que el reloj me importa más que antes. 

Ayer (en realidad no fue ayer mi amor, fue hace más, pero como ya dije: antes no me importaba el reloj) caminaba tan igual de día como de noche. Muchas veces cuando los pasos de la gente comenzaban a golpear las calles a esas horas en las que el sol sale, yo me estaba adentrando en el íntimo mundo de los sueños y trabajaba en él, construía los castillos que te describí una vez y vivía las historias que un día te conté,  luego, cuando las personas volvían a casa para por fin descansar, llenos de dolores en los pies, polvo en los hombros, números en la mente y menos dinero en los bolsillos, yo solía salir a buscar compañía y el mundo me parecía solitario. Vagaba entre calles oscuras, subía a autobuses vacíos y nunca lograba ver la cara del chofer porque este no dejaba de mirar hacia adelante ni cuando cobraba el pasaje. Era entonces cuando se erigían los bares como los últimos refugios de nosotros que sin la atadura del tiempo solíamos vagar entre lo etéreo y lo material y éramos aire y sueño, luego carne, hambre, piel y ganas de orinar. En los bares, reconocía a mis iguales por esa mirada empañada de quien vive más allá que acá, no éramos muchos nosotros “los atemporales”, pero eso de vivir sin tiempo nos hacía sentir unidos en una especie de burla pendenciera hacia quienes musicalizaban sus sueños con un insistente tic-tac.

Y era entonces que comenzaba la charla, la charla de los atemporales, una conversación que no buscaba llegar a ningún lugar, pues no había apuro, solíamos divagar sobre un punto durante largo tiempo (sí, largo tiempo, pues igual el tiempo pasaba, sólo que no nos importaba) tal vez era una colilla pisoteada en el piso del bar, aplastada bajo el peso de cientos de pies que iban y venían, ya no importaba en qué labios había estado la colilla y si esos labios llegaron a besar o no, no importaba la historia tras la marca de labial rojo que aún podía verse sobre ella, no importaba si la colilla nos superaría en esta vida, estando más allá de nuestra existencia o si al instante se desvanecería para nunca más ser, ninguna especulación sobre pasado o futuro importaba para nosotros, solamente era la colilla en el piso todo lo que teníamos, pues vivíamos de espaldas al tiempo y todo era el presente.

Una de aquellas noches que pasaban lento y que ahora me parece haber vivido en otra vida, te encontré, aún no eras atemporal, al parecer tenías un trabajo en las tardes, pero te pagaban tan poco y producía tan pocos dividendos tu actividad que casi no importaba el tiempo que le dedicabas, en esa época comenzaste a dormir más de día y por las noches frecuentabas el bar sin tiempo y de ventanas siempre cerradas en la cual pasaba las noches, rodeado de humo, un tango y tal vez un poema sin terminar exclamado a media voz. Te miré y supe al instante que si de algo me importaba el tiempo era simplemente para poder mirarte largo rato y no morir de inanición. Me miraste, sonreíste y por esta maña mía de estirar los instantes, hoy siento que en el momento en que nuestras miradas se tocaron viví una vida, llegué a viejo y morí contento, canoso.

A partir de entonces pasamos muchas noches riendo y callando largo rato, quedábamos absortos mientras mi mano se perdía en tus cabellos y tu brazo descansaba en mi pecho, dejamos de ir al bar y no necesitamos más a los otros para las noches pasar, pues entre tú y yo logramos detener las noches, congelarlas y luego derretirlas en el calor de un orgasmo, pusimos miel al pancake hasta que se nos inundó el cuarto y fue entonces cuando aprendí a respirar la miel de tu perfume. Confundimos más de un atardecer con un amanecer y comenzamos a pensar que estábamos bien y que el mundo por fin había decidido que en el día el sol se debía esconder, ya casi nos le habíamos escapado al tiempo y de vez en cuando a la materia. Aún me pregunto cómo logré zambullirme en tu ombligo y volverme chiquitico para dormir en el hueco de tu oreja, luego mojar mi cara y regresar al cuarto para quedarme viéndote dormir.  Eran buenos tiempos sin tiempo.

Cuando por fin estuve a punto empeñar la mirada para poder irme contigo y no volver, no quisiste seguirme, decidiste no perder los delfines, ni todas esas cosas que me decías había en el mundo y que en los sueños no existían, necesitaste sentir un peso que pegara tus pies al piso y fue la maleta lo que te dio la tracción necesaria para partir.
Te fuiste y no lo quise evitar, pues de haberte quedado habría comenzado a temer tú partida inesperada, te prefería fuera, yéndote frente a mis ojos y así no temer despertar un día y encontrarme el pan a medio comer sobre la mesa y la taza de café frío, temer el lavamanos seco y la vela casi derretida proyectando una sola sombra.

Nunca más compuse un poema con los colores de la nada, nunca más desde que te fuiste y el tiempo comenzó a correr. Hoy visto en mi muñeca un reloj, ya no como pancakes con miel pues la miel tarda mucho en caer y soy un tipo ocupado, no he tenido más tiempo para escuchar la melancólica nota de un tango porteño y no ando en buses porque me resultan muy lentos y tengo un horario que cumplir. Hoy soy yo el que bota la colilla de un cigarro que por falta de tiempo nunca termino de fumar.

A. Bolaños C. - @snooprave

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