lunes

El Adiós.

     En la tarde del domingo 30 de mayo, mi piel adolecía del contacto con tu piel, los pliegues de mis manos no se hallaban sin los tuyos... Te extrañaba aunque estabas a mi lado. Dormías. Tu cuerpo yacía desnudo, mimetizado en la penumbra que reinaba en nuestra habitación. El cabello revuelto, la boca entreabierta dejando salir la primavera. Eras quietud y presencia que llenaba cada cosa, cada resquicio de la estancia, tu aroma, como una serpiente delicada y curvilínea, trepaba por las paredes, se colaba por agujeros y grietas. Le dabas materialidad al vacío con tu acompasada respiración. Y yo, sentado a tu lado, todo torpe y basto, queriendo llorar por no lograr tocarte; sólo podía pensar en la ironía de la vida, pues teniéndote tan cerca nunca una pareja estuvo tan distante.

Acabábamos de hacer el amor ¿Recuerdas? Llegaste a mi casa con resoluta actitud, como quien va a cobrar un cheque que le deben hace mucho tiempo, no miraste mis ojos, simplemente te acercaste a mí, pegaste tu cuerpo al mío y mientras tu aroma me envolvía y tus labios rozaban el lóbulo de mi oreja como quien besa delicadamente a un bebé dormido, dijiste: "Vamos".

Nos lanzamos de lleno a la vorágine del deseo. Simplemente dos viejos amantes, a quienes las ganas no les permiten detenerse, nos besamos, mordimos, babeamos, lamimos. Descubriendo con rapidez cada centímetro y sin embargo atentos a todo lo que habíamos cambiado, como un casero que vuelve a su hogar después de haberlo alquilado por mucho tiempo y que mientras le devuelven las llaves ojea a rededor. Yo ojeaba tu cuerpo que había sido mío, cada peca, cada lunar, cada pliegue nuevo. Olía tu aroma, tu piel, tus manos, tu saliva, tu cuello, tu sexo. Saboreaba tus labios, mordía tu tez y tú hacías otro tanto en mí. Tenía tu cuerpo a la desesperada disposición de mis sentidos y como el viejo perro que no olvida el camino al lugar en que se echa, mis manos recorrían la cartografía de tus valles y llanuras, yendo al lugar indicado. Subían, bajaban, también apretaban y aflojaban, primero rápido, luego lento, ahorita a mano llena, después apenas tocando. Pues yo te sabía amar, un viejo marino nunca olvida el mar.

En el baile de nuestros cuerpos desafiábamos la física, ese día el horizonte se hizo absurdo, pues a nosotros nos daba igual vertical u horizontal. En nuestro espacio personal no había gravedad. Mi vieja cama, con sus quejidos tocaba la métrica sinfonía que acompañaba a la conversación de nuestros alientos, exhalaciones violentas respondían a inhalaciones pausadas como quien quiere tragarse el cielo y luego devuelve un pedacito de nube. En ese entonces, era mi cuerpo y el tuyo, no éramos uno, éramos dos redescubriéndose el uno al otro.

Casi al final del camino por el que rodaron nuestros cuerpos entrelazados, agitados, extasiados, puro sudor y susurros, vibrando y temblando, cerrando apretadamente los ojos, rasgando las sábanas, tu rasguñando mi piel, yo mordiendo tus labios. Separaste tu cara de la mía, abriste los ojos en el clímax del placer sexual, cuando todo se expande, se contrae y los cuerpos casi se evaporan. Me miraste y un golpe de realidad batió contra mi sien.
Comprendí con tan solo una mirada, lo que no había podido aceptar desde tu partida, ya no éramos tú y yo, eras tú, era yo. Pues somos como el río, nuestras almas son el cauce, pero nuestra realidad es el agua que no pasa dos veces. Simplemente acabábamos de ser la sombra de lo que día fuimos, un teatro perfecto, pura interpretación, pues tras los besos, las caricias, los gemidos ya no había sentimientos tan sólo subsistía un anhelo de volver a ser quien fuimos.

Todo esto lo entendí en ese momento, pues tu despedida llegó tarde. Años después de separarnos, fue en esa tarde de canela y chocolate, de madera y calor, cuando me dijiste adiós.

A. Bolaños C. - @snooprave

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