sábado

Deforme sonrisa


Gustavo yacía tranquilo, aun bajo todo ese armatoste de acero, lata, hule y plástico quemado, fuego y humo, se sentía calmo y sereno.

Siempre que se encontraba en apuros solia mover nerviosamente su mano izquierda, pero en ese momento el movimiento habia cesado, cuando despertó de la inconsciencia provocada por el shock hasta el maldito tic nervioso que lo había acompañado desde algún momento de su triste niñez, ese que le hacía contraer rápida, involuntaria y repetidamente su ya desgraciado rostro convirtiéndolo en una mueca demoniaca, había desaparecido.

Su s ojos seguían fielmente el recorrido de un minúsculo hilo de combustible, lo veían serpentear entre las hendiduras del pavimento, empozarse, detenerse por segundos eternos, luego, la apremiante e insistente gotera que salía de su auto volcado volvía a impulsar al inflamable liquido hacia las danzantes llamas que lengüeteaban desde el motor de su auto. Gustavo, contrario a lo que se podría pensar, no desesperaba, observaba con infinita fijación, lo que era probablemente su ultimo momento de vida y al verlo encontraba una perversa similitud con aquel día de primavera, recordaba claramente como los pasos de aquella persona, al igual que el imparable rio inflamable, avanzaban inexorablemente hacia él como el combustible avanzaba hacia el fuego, nunca antes había recordado ese día, ahora había llegado como un relámpago de lucidez a su grisácea sien.

Irónicamente Gustavo comprendió que en el último, más tranquilo y sosegado momento de su vida estaba destinado a recordar, revivir y enfrentarse al demonio del que siempre habia huido, el momento más nefasto de su paupérrima existencia.

Era apenas un niño, aterrado aguardaba sentado en el sillón de mimbre de su escuela primaria, su mano apoyada sobre el posa brazos del mueble tamborileaba nerviosamente la barnizada madera, tenía la respiración entrecortada, el ceno fruncido y veía fijamente sus pequeños zapatitos de charol que se extendían frente a él pues sus piernas no llegaban al suelo y formaban un angulo de 90 grados con respecto a su torso.
Escuchaba a oreja parada los sonidos que le llegaban en el eco de caverna del silencioso, frío y aséptico pasillo, sin quitar la mirada de sus zapatos.
De pronto su corazón latió como un tambor en perfecta sincronización con el sonido de unos lejanos pasos que transitaban por el pasillo
-Plom, plom, plom-
A cada paso el sonido se hacía mas nítido, con cada latido su cuerpo entero vibraba, como vibraba ahora, años después, movido por el nefasto recuerdo, con cada centímetro ganado por el combustible al terreno de las llamas Gustavo podía recordar como esos pasos se acercaban a él y recordaba el terror recorriendo su cuerpo. En algún momento, sin dejar de mirarse los zapatos Gustavo, el niño, presa de la ansiedad y el horror por la proximidad de los pasos, tuvo que cruzar sus brazos y con la pequeña mano inquieta pellizcar furiosamente, sobre su pulcra camisa de fino algodon, el incipiente pellejo que recubría sus costillas una y otra vez
-plom, plom, plom-
Su mirada vibraba y se descontrolaba con cada sonido, sangre en sus costillas y en su mano.
El Gustavo adulto, tranquilo, no dejaba traslucir indicio alguno del infierno que se recreaba en su memoria, solo podía seguir la trayectoria de la muerte sobre el pavimento, solo podía recordar.
-Plom, plom, plom-
Cada vez más cerca, Gustavo niño empezó a sentir un punzante dolor de cabeza en su sien y un zumbido alternado con los pasos a medio camino de pasillo que venían hacia él.

El pequeño Gustavo, sentado cual rey pigmeo en su gigante trono de mimbre, lucia impoluto, impecable, todo sereno y calmado, zapaticos lustrados, corbatín en el cuello, cabello perfectamente peinado. El Gustavo adulto tirado cual mendigo de iglesia, se veía inmundo, maltrecho, todo sangre, huesos quebrados y asfalto incrustado en la piel, sin embargo, por dentro, ambos eran contrarios a su aspecto exterior. Uno todo tranquilo y sereno y el otro todo llanto y desesperación.

Finalmente al igual que la gasolina culmino su camino, al lado de Gustavito los pasos cesaron, una sombría figura se inclino sobre él, la barba incipiente rozo su orejita y susurro tres palabras a su oído. Terror. En ese momento y por primera vez en su vida el rostro del pequeño Gustavo se contrajo en una demoniaca mueca, deformando para siempre su vida, su futuro.
Con el estallido de las llamas y tras exorcizar el demonio que lo había perseguido toda su vida, Gustavo, el adulto, entre abrasantes llamas, por primera vez sonrió sinceramente pues se supo en su último segundo de vida, completamente libre. Paz.

A. Bolaños C.

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