jueves

Soledad superficial.

Necesitó quitar la tapa del café que le habían servido. Quería darse una dosis de cafeína a boca llena a pesar de que se estaba orinando. Ya había improvisado una pequeña oficina en la mesita del Café, y tener que desarmar su pequeña empresa se le hacía un fastidio. Para ir al baño, tendría que guardar todas las cosas que había dispuesto sobre la mesa de manera meticulosamente "desordenada".

Aunque el café era unas cuantas veces más caro que en cualquier otro lugar de la ciudad, y no necesariamente mejor, ir a esa cafetería se le hacía un capricho pagable. Le permitía verse idealizado y quizá soñar con la posibilidad de encontrarse con esa persona. 

Ella: un producto de su imaginación. Una idealización alimentada por la cultura pop, desde películas románticas noventosas, hasta films independientes de finales de la década 00. Películas de aire melancólico, días soleados y soundtrack retro. Así, se le ocurría que entre los sillones eclécticos de la cafetería, entre sus ganas de orinar y el buche de café en la boca, llegaría ella, medio despeinada, a sentarse frente a él, brindarle una mirada tímida de genuino interés, comenzar el flirteo, comenzar una vida. 

Él buscaba ese destino activamente. Se vestía a la moda, leía autores de la generación Beat, publicaba post interesantes en sus redes sociales con frases en inglés, y hasta estaba agradecido por su astigmatismo que le había permitido usar lentes retro, y verse más cercano a la idealización del treintañero indie, que Ella, su musa inexistente, podría tener. 

Sin embargo, ahí estaba, gastando más de la cuenta por un café malo, aguantando las ganas de orinar frente a unas doce personas que, como Él, miraban hacia la pantalla del ordenador, la tablet o el móvil, todos metidos en universos paralelos, creciendo en su alter ego cibernético y esperando, like tras like, post tras post, que la vida sucediera como en un film indie gringo, con una taza de café en la malo y una canción de The Smiths de fondo. 

Hizo una pausa. Al regresar del baño, se sintió más benévolo y pensó que, más allá de los demás, también hacía esto por Él -A veces hay que comenzar por parecer para llegar a ser-. Tal vez un día a fuerza de meterse en las depresiones de Burroughs, o de pasar los ojos por los escritos de Kierkegaard, sin entender un carajo, terminaría entendiendo todo. Terminaría hablando de filosofía con ella, una tarde de verano, entre fotos con filtros de colores y su sonrisa. Tal vez algún día escribiría algo que valiera la pena. La breve euforia de la cafeína se esfumó, y lo plástico de su existencia volvió a pasarle factura. Se sintió todavía más acartonado, posando ante un público sin ojos, sintió que tras el cristal donde podía verse el parque soleado, la vida estaba pasando. Y pasaba sin que él fuese quien realmente era. 

-Lo peor- pensó -es que no tengo idea de quien soy, he estado tanto tiempo enfundado entre estereotipos e ideas de lo que quiero ser, que mi verdadero yo debe estar atrofiado en alguna parte de mi interior, imberbe, inocente, virgen. Ojos cerrados.- Y la imagen de él mismo, arrugado como un bebé, dormido entre todos los trapos y las marcas, entre caratulas de libros y de discos, arrullado con canciones en inglés, pero sordo ante tanta imagen sin significado, lo estremeció. 

Para tranquilizarse, volvió a Ella, esta vez, imaginó su sonrisa entre sábanas blancas, en una mañana soleada, despeinada (la mañana y ella), imaginó pequeños clips en donde la imagen de su sonrisa alternaba con imágenes donde reía a carcajadas, y otras donde sus dedos finos, de uñas cortas jugueteaban con un pequeño rayo de sol que se filtraba por la ventana. Y de pronto, Ella sobre Él, desabotonando su camisa, para encontrar otra camisa, otros botones, y así como en un film de terror, seguía hurgando entre un sin fin de camisas y telas, para nunca llegar a su piel. Finalmente, lo encontraba, como un bebé, atrofiado y dormido. 

La gente alrededor hipnotizada con las pantallas, al igual que Él. Quién podría saber si también batallaban contra sus miedos de superficialidad, quién podría saber si eran pose o eran reales. -¡Nadie está más que consigo mismo!- gritó un pensamiento en su interior. 

La cámara se alejó, ascendiendo, en zoom out cenital. Él. El Parque. La Ciudad. El Continente. La Tierra. Un minúsculo punto en una sábana negra. Por ningún lugar Ella

lunes

Pasó.

Pasó...
y esa pequeña estatura no hacía justicia al sismo que causaba en él.

A eso de las 6 de la mañana se levantó para ir al baño, y el movimiento le despertó. Él, sin embargo, permaneció fingiendo dormir. Era la primera noche que pasaba ahí, en su cama, y no le parecía prudente despertar tan temprano, tal vez temía que lo botaran pues ya el día despuntaba y el sol cobijaba con una falsa seguridad a la inhóspita ciudad.

Escuchó sus diminutos pasos, y sintió su ligero cuerpo volver a su lado. Estando tan cerca, la sentía lejana. A pesar de las conversaciones, de los besos de la víspera, de todas las salidas, aún la sentía distante.

Sólo durante la noche, que ya moría, todo había parecido posible.

La mañana después, sólo quedaban despojos. Los despojos de la noche, que prometió y no cumplió. Junto a las sábanas revueltas, junto a la botella de vino vacía y a las latas de cerveza huecas, quedaba el sinsabor de una posibilidad que se esfumaba.

En algún momento fueron dos cuerpos acercándose desde direcciones contrarias. En la distancia se observaron, y tal vez hasta se sonrieron mutuamente. En la distancia se evaluaron y, en algún punto decidieron que podían pasar muy cerca el uno del otro. Él quiso pisar el freno, e invitarla a pasar, ella mantuvo la marcha.

Mientras ocupaba esa porción prestada del colchón, sentía como el espejismo se desvanecía con el frío sol. Veía como ella seguía de largo, y a su paso dejaba el remolino de despojos que esa mañana tomaba la habitación, y dejaba en él un breve terremoto que le recorría las entrañas, corto e intenso, sin duda pasajero, pero memorable.

Y pasó.

Lunes.

"Tengo ganas de que me hables en portugués"

Le dijo.

Él volteó.

Es raro que te hable una persona en la calle, pero más raro es que lo haga en un supermercado en el pasillo de cereales frente a las cajas de Fruti Lupis.

Tarea pendiente.

Una mañana del ayer, de esas que se confunden en la nebulosa del recuerdo, una mañana cuyos débiles perfiles apenas se vislumbran, y sin embargo, una mañana memorable. Como al emprender el camino hacia la cumbre de una cordillera, cuyas primeras elevaciones son tenues y suaves, para después ir ganando en verticalidad y ruptura, el recuerdo del ayer apareció primero como una breve anécdota, tan poco interesante que optó por archivarla. Pero que luego, tal vez por la piedra que significa una verdad que no se acepta, fue cobrando brillo y sobre todo peso, el peso insoportable de la inexistencia.

Una mañana del ayer, un profesor de filosofía de la universidad le había hecho al curso una pregunta en apariencia inocente -¿Cuál es su pasión en la vida?- desfilaron pasatiempos, ocupaciones, actividades fortuitas, y ante la sarta de falacias, el Profesor optó por detener la actividad para pedir, no con poca astucia, que entregaran la próxima clase un ensayo explicando su pasión.

Llegó a la casa, resuelto, no sólo a demostrar que tenía bien clara su pasión, sino también a hacer de su argumento una exposición de brillante redacción y genialidad. Dirían, que al menos él sabía de que hablaba y sabía decirlo bien.

Comenzó argumentando que gustaba de la lectura, pero que no era la lectura solamente, sino la lectura histórica, ahí fue avanzando y entre anécdotas que justificaban tan erudita pasión fue concluyendo que todo eso no era más que un tobogán que desembocaba en la escritura, y concluyó, que su pasión total era escribir.

Entregó el ensayo de unas cuatro páginas el día asignado, cuando hubo leído el mismo, el Profesor lo devolvió y con una sonrisa maliciosa y cómplice le tildó de mentiroso. Lo dijo como quien se sabe de un ingenio superior, quien entiende el por que de algo que a todos los demás se les escapa. Lo dijo y le ofendió, incluso llegó a pensar que era imposible que un profesor, por más títulos y estudios que tuviera, pudiera poner en entredicho algo que consideraba como un hecho capital de su vida. ¿Qué iba a saber él? Si apenas le conocía. Su indignación no llegó nunca a su lengua e intentó sepultar el episodio como quien se cae en un lugar desierto ¿realmente se cayó?

Hoy, años después, cuando rememora, encuentra los perfiles débiles y esquivos de ese día contrastados con una verdad desempolvada, pues como una gema que se descubre en un cuarto de viejos despojos, la posible falsedad de su argumento, aquella “pasión” que nadie, salvo el atrevido profesor, supo poner en entredicho, destacaba en el claroscuro de su conciencia como una mentira tecnicolor.

Había sido juez y jurado de su argumento y había perdido el litigio, ni siquiera sabía por qué. Aquel Profesor le había implantado la duda y esta encontró terreno fértil pues no había otra certeza que deslumbrar y no había otro móvil que hacerse creer complejo.

Y, como ya deben haber imaginado, no había pasión.



Caracas
2014

domingo

El presente.

"Una mañana despertó, y antes que nada, sonrió.
Lo había soltado todo, había quitado las amarras que tantos años le había costado formar. De repente, dejó todo a la gravedad, y todo se alejó de ella. Quedó desnuda, quedó huérfana, quedó libre.
Ana María, nunca había estado más sola, y nunca más feliz."

Juan escribía la historia de Ana María. Quería significar que no necesitamos más que aquello con lo que nacemos. Pero esa consciencia pura, conectada, primitiva, la perdemos en el proceso de crecer. La perdemos mientras vamos creando apegos a juguetes, ropa, gadgets, personas, momentos. 

Y de repente, habiendo llegado a este mundo como un ser completo, años después nos encontramos fraccionados, repartidos en anhelos, en apegos, en anticipaciones y en necesidades que no son tal.  Entonces aquello que debería sumar: las sonrisas, los abrazos, los besos, las palabras, comienza a restar, por nuestras ganas de retener.

"El beso apenas comienza. Ese beso comienza en la primera mirada que atrae a las bocas, la mirada definitiva que inaugura la carrera convergente de las bocas al encuentro. Ese beso se extiende como mermelada sobre pan, con cada centímetro ganado por la proximidad de las bocas, por cada aliento mutuo que las narices respiran. El beso se saborea desde la anticipación. Y los labios se encuentran. Cada uno de sus terminales nerviosos va recibiendo la suavidad de la piel. Registra los movimientos, siente el calor. Se van acumulando las huellas de un beso nunca antes dado. Los labios se entreabren y dejan salir el deseo en forma de aliento. Llega la segunda avanzada con la lengua a la vanguardia, nos sumimos en otro mundo nuevo, el más primitivo, la lengua nos regala la humedad de la vida. La piel se eriza, y las manos aprietan la cintura. Eran dos que inauguraron un beso, uno que no se dio nunca antes, y que ya nunca se volverá a dar."

Juan escribía sobre el beso que había dado. Y ahora, unas ocho horas después lo saboreaba mejor que en el momento en que lo dio. Se daba cuenta que, mientras los ojos se miraban, que mientras las caras se acercaban, mientras los labios se tocaban, y mientras las lenguas se enredaban, él sólo pensaba en el próximo paso, y no saboreaba la inmensidad del presente. Pues buscaba retener.

Había diseñado estrategias para que sus cuerpos no se alejaran. Pero se alejaron, como tenía que pasar. Ahora, ocho horas después, entendía que por intentar retener, había dejado ir el momento. Hoy, ocho horas después entendía, que de haber vivido, ese beso aún estaría en tránsito.

Y pensó en Ana María, que no existía, o si. En Ana María, que había abandonado toda pretensión de poseer, y ahora echada en su cama, hipotética cama, o no, lo tenía todo.

jueves

La Lucha.

Era un gigante. Desde sus cavidades oculares podía observar sus pequeños pies, a kilómetros de distancia. Movió sus distantes manos, las veía abrirse y cerrarse sin sentirlas. Podía voltear a la derecha y ver su hombro, inmenso como un acantilado, podía ver que de él se desprendía su brazo que, como un camino o un río, se extendía en la inmensidad y se hacía cada vez más pequeño y estrecho. Su brazo serpenteaba a la izquierda en su codo y culminaba en una tierna manito, que suponía debía ser gigante pero que la distancia la hacía ver como una semilla de girasol. 

Desde el faro que era su cabeza, todo su cuerpo le parecía ajeno. Lo escrutaba y revisaba hasta donde su visión le permitía, entornando sus ojos para poder distinguir sus tobillos y aquellos puntitos blancos que eran los dedos de sus pies. Theo era un gigante.

Se encontraba desnudo, lo sabía porque podía ver sus hombros desnudos, y el sendero de sus brazos. Lo sabía porque podía ver, por debajo de su prominente barriga, los imponentes troncos de Baobabs que eran sus piernas, y que se convertían, al final en unos frágiles tallos de Diente de León. 

Miró en derredor, una inmensa llanura se extendía en torno a la columna de su cuerpo. Arriba, un cielo encapotado, daba una sensación de techo, de un color tan impreciso, que hacía imposible calcular si se trataba de un cielo alto o si estaba apenas pegado a su cabeza. Por un instante sopesó la posibilidad de extender su brazo al infinito a ver si tocaba el techo, las nubes o el sol, pero sólo de pensar en semejante esfuerzo desistió de la idea. 

Si Theo era un gigante, su mundo era la conjunción de todo el espacio-tiempo que existió y existirá. La vastedad de su cuerpo no era tal si la contrastaba con los millones de años luz que se extendían a partir de él. Theo era un minúsculo punto. Sólo. 

Abrió los ojos. Los nítidos ruidos de la noche le dijeron que estaba despierto. A pesar de no ver nada. Theo estaba en su cama, no lograba recordar si desnudo o en pijamas. No quiso moverse. Trató de recordar los momentos antes de quedarse dormido, pero una especie de amnesia lo invadía. Sabía que era Theo, y que estaba en su departamento, sin embargo no lograba recordar el color de las paredes, el tamaño de su cama, ni siquiera las facciones de su cara. Había tenido un extraño sueño, y sin embargo sentía que acababa de regresar de un lugar al que pertenecía. 

Abrió los ojos a más no poder y no pudo ver nada. En la absoluta oscuridad sólo su audición percibía vida. Podía escuchar el tránsito de los automóviles de media noche, podía figurarse como se aproximaban con un sonido filoso, como andando al borde de una katana, trepidantes hacia él. Y luego como se alejaban para perderse en la oscuridad que nublaba sus ojos. 

Escuchaba su respiración tranquila. Estaba atento, y sin embargo comenzó a sumirse de nuevo en una ensoñación. Flotando en gravedad cero, su hipotético cuerpo comenzó a desprenderse. Primero de la cama, sintió como su espalda dejaba el colchón y como sus piernas, sin soporte, caían hacia atrás. Luego sintió desprenderse de si mismo, sintió sus piernas flotar independientes en su habitación, sintió sus brazos alejarse de él, su tronco girar sobre si mismo. 

Como un meteorito, se fue su cabeza. Furiosa y silente. Casi dormido, un último pensamiento llegó a él, ligero, apenas el eco o la huella de una frase escrita en una página anterior...

"El hombre siempre lucha contra su soledad". 

Theo volvió a ser gigante. 


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