Una mañana del ayer, de
esas que se confunden en la nebulosa del recuerdo, una mañana cuyos
débiles perfiles apenas se vislumbran, y sin embargo, una mañana
memorable. Como al emprender el camino hacia la cumbre de una
cordillera, cuyas primeras elevaciones son tenues y suaves, para
después ir ganando en verticalidad y ruptura, el recuerdo del ayer
apareció primero como una breve anécdota, tan poco interesante que
optó por archivarla. Pero que luego, tal vez por la piedra que
significa una verdad que no se acepta, fue cobrando brillo y sobre
todo peso, el peso insoportable de la inexistencia.
Una mañana del ayer, un
profesor de filosofía de la universidad le había hecho al curso una
pregunta en apariencia inocente -¿Cuál es su pasión en la vida?-
desfilaron hobbies, ocupaciones, actividades fortuitas, y ante la
sarta de falacias, el Profesor optó por detener la actividad para
pedir, no con poca astucia, que entregaran la próxima clase un
ensayo explicando su pasión.
Llegó a la casa,
resuelto, no sólo a demostrar que tenía bien clara su pasión, sino
también a hacer de su argumento una exposición de brillante
redacción y genialidad. Dirían, que al menos él sabía de que
hablaba y sabía decirlo bien.
Comenzó argumentando que
gustaba de la lectura, pero que no era la lectura solamente, sino la
lectura histórica, ahí fue avanzando y entre anécdotas que
justificaban tan erudita pasión fue concluyendo que todo eso no era
más que un tobogan que desembocaba en la escritura, y concluyó, que
su pasión total era escribir.
Entregó el ensayo de
unas cuatro páginas el día asignado, cuando hubo leído el mismo,
el Profesor lo devolvió y con una sonrisa maliciosa y complice le
tildó de mentiroso. Lo dijo como quien se sabe de un ingenio
superior, quien entiende el por que de algo que a todos los demás se
les escapa. Lo dijo y le ofendió, incluso llegó a pensar que era
imposible que un profesor, por más títulos y estudios que tuviera,
pudiera poner en entredicho algo que consideraba como un hecho
capital de su vida. ¿Qué iba a saber él? Si apenas le conocía. Su
indignación no llegó nunca a su lengua e intentó sepultar el
episodio como quien se cae en un lugar desierto ¿realmente se cayó?
Hoy, años después,
cuando rememora, encuentra los perfiles débiles y esquivos de ese
día contrastados con una verdad desempolvada, pues como una gema que
se descubre en un cuarto de viejos despojos, la posible falsedad de
su argumento, aquella “pasión” que nadie, salvo el atrevido
profesor, debió poner en entredicho, destacaba en el claroscuro de
su conciencia como una mentira tecnicolor.
Había sido juez y jurado
de su argumento y había perdido el litigio, ni siquiera sabía por
qué. Aquel Profesor le había implantado la duda y esta encontró
terreno fértil pues no había otra certeza que deslumbrar y no había
otro móvil que hacerse creer complejo.
Y, como ya deben haber
imaginado, no había pasión.
Caracas
2014